Dos holandeses en Nápoles es una cápsula en la que el dibujante Álvaro Ortiz retorna al universo Caravaggio con motivo de la exposición que el museo Thyssen Bornemisza le dedica al pintor italiano. Ortiz había convertido en running gag en entrevistas y presentaciones que preparaba una biografía sobre el artista. Más tarde, la broma se convirtió en una realidad que abandonó en los primeros compases y, finalmente, Caravaggio apareció en uno de los capítulos de Rituales.
Ahora, este encargo permite que el autor establezca un relato de ficción asentado en datos y personas reales en los cuales, tal y como a él le gusta, lleva a casi cualquier personaje, situación y época a su terreno. Porque asomarse a la obra de Álvaro Ortiz supone reconocer y disfrutar de unas señas de identidad propias y reconocibles. Como Wes Anderson, Quentin Tarantino o Woody Allen, hay una serie de rasgos comunes (y no me refiero al apartado puramente gráfico) del autor zaragozano.
Asi, en Dos holandeses en Nápoles reconocemos esa querencia por los diálogos desenfadados y socarrones, la apuesta por la voz en off como vertebrador de la narración y ese interés por los pequeños detalles y matices como elementos fundamentales. Como en el resto de obras de Álvaro Ortiz, hay amistad, muerte, humor, alcohol, viajes y una misteriosa misión por delante.
Sin embargo, y este es, para mí, uno de los detalles que delatan el excelente buen hacer del autor, la obra no sólo se busca una coherencia interna y, entretener y un pulso narrativo solvente. Más allá de ser un tebeo bien hecho, algo que, no por ser descrito de manera sencilla entraña menor mérito, Dos holandeses en Nápoles cumple con la tarea encomendada de servir como complemento a la exposición Caravaggio y los pintores del norte.
Con las herramientas y recursos propios del medio, sirve para enriquecer la experiencia del visitante a la muestra y, además aporta un valor añadido innegable al enlazar a través del storytelling diversas piezas presentes en la misma. Igual que el catálogo o la audioguía, el cómic ocupa un espacio propio dentro de la estrategia de comunicación y difusión de un ambicioso cultural, y lo hace sin renunciar a su idiosincrasia ni de manera cosmética.
En mi opinión, el trabajo de Ortiz con Caravaggio junto con el de Max en la exposición de El Bosco en el Museo del Prado suponen una excelente oportunidad para que determinados ámbitos del sector de la cultura y el arte descubran las amplísimas sinergias con el cómic y la excelente capacidad comunicativa que ofrece el medio.
Quizás estábamos demasiado acostumbrados a que la presencia del cómic en entornos didácticos e institucionales haya tenido una ejecución aséptica, vacía de sentimiento y valor, que haya sido más una herramienta poco valorada que una obra de verdadero interés para el medio. Por eso resulta tan emocionante el gran trabajo realizado por autores como Álvaro Ortiz o Max, que permite avistar una alternativa en la que el dibujante de cómics reclama su espacio como creador sin complejos.
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