Los años ochenta han dejado en el subconsciente de gran parte de mi generación (y teniendo en cuenta la demografía comiquera, de gran parte de quienes leen esto) el concepto de niñez eterna, de un mundo sin adultos o en el que el papel de estos es poco más que un par de líneas de texto leídas fuera de cámara. Si has crecido viendo Valle Secreto, Los Goonies, E.T., Exploradores o Dentro del laberinto, seguramente sabes de lo que te hablo, de esa emoción que surge cuando eres chaval y los protagonistas de tal o cual libro, película o serie no son unos señores (casi siempre estadounidenses) maduros e hiperprofesionales, sino una pandilla de mocosos. Sí, esas obras, ya sean películas, novelas o cómics, que te abducen en su mundo, te hacen partícipe y te dan ganas de no abandonarlo. Los Wrenchies es una de ellas.
En Los Wrenchies, Farel Dalrymple juega a recuperar ese sense of wonder preadolescente agitando una coctelera en la que caben The Warriors, Mad Max, Moonrise Kingdom y la Historia Interminable. El autor, haciendo gala de un siempre saludable eclecticismo, ha construido en esta novela gráfica la fábula definitiva sobre el doloros paso de la niñez a la madurez, o por lo menos la más única y original, camuflándola con magia, monstruos y aventureros. Los Wrenchies es una bonita historia sobre perdedores e inadaptados, pero también un triste relato sobre soledad y pérdida, una alucinante aventura apocalíptica, lisérgica y sobrenatural y una oda a la amistad y la inclusión. Dalrymple juega a superponer primero y entrelazar después diversos planos de realidad distorsionada, de presente, pasado y futuro. A lo largo de las trescientas páginas de la obra, busca atrapar al lector en una estudiada maraña en la que su desbordante imaginación vuelca incontables referencias de la cultura popular. Para algunos, el resultado es confuso, especulativo y no lleva a ningún sitio. Para otros, entre los que me encuentro, esta obra ha supuesto volver a adentrarse en habitaciones de la niñez largo tiempo deshabitadas.
El autor, a quien no cuesta relacionar con Sherwood, personaje catalizador de toda la obra, sabe aprovechar las características de su estilo gráfico para desconcertar. Y es que su dibujo y coloreado, tan
reminiscente en algunos momentos a las ilustraciones de literatura infantil es un auténtico caballo de Troya. Así, su innegable talento para las estampas bonitas es un reclamo que nos permite adentrarnos en un dibujante detallista hasta el extremo y minucioso como pocos en el diseño de personajes y escenarios, capaz de contemporizar con precisión lo lírico y lo sórdido. Quienes por su aspecto superficial esperen de Los Wrenchies una sucesión de cromos se sorprenderán al comprobar el sólido trabajo de composición, el dinamismo de cada página y la estupenda planificación de cada uno de los capítulos.
Cuando pasas la última página de Los Wrenchies te invaden sensaciones contradictorias: has avanzado ansiosamente a lo largo de cada capítulo y, conforme te acercas al final te invade la ligera tristeza de saber que se acaba algo especial, similar a cuando vuelves de unas vacaciones memorables o enfilas la puerta de salida en un festival en el que te lo has pasado pirata. Sinceramente, no se me ocurre mejor cumplido que este.Gracias, Farel. Gracias, Sapristi.
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