Escribí por primera vez sobre Adrian Tomine a finales de los noventa en una revista de tendencias gratuita llamada El Planeta, en cuya redacción pasé horas hablando sobre el cómic y otras pasiones de la vida con el redactor jefe, quien años más tarde crearía la editorial Fulgencio Pimentel.
En esa época, yo estaba acabando la carrera de Periodismo y vivía en casa de mis padres. Adrian Tomine había publicado apenas un par de entregas de su serie Optic Nerve, en la que comenzaba a despuntar como un autor de inusual talento por su pulcro y estiloso dibujo y su capacidad para diseccionar el comportamiento humano de manera fría y un tanto inquietante, con una plomiza amargura que no se sabe muy bien de donde salía.
Con los años, Tomine creció y creció hasta convertirse en todo un fenómeno de aquella prometedora generación de autores indies norteamericanos. Su peculiar carácter, que la era preinternet nos permitió atisbar a través de un puñado de entrevistas pero, sobre todo, gracias a su obra, acabó por pasarle factura. Su rápido estatus de autor guay, con una legión de seguidores y seguidoras que hasta el momento habrían resultado más propios del nuevo grupo revelación portada del New Musical Express, tampoco debieron ayudar a su ego. El caso es que, en estos años, Tomine hizo Rubia de verano, Sonámbulo y Shortcomings, además de múltiples ilustraciones y portadas para discos. Sin embargo, sus entregas de Optic Nerve se fueron espaciando cada vez más y sus obra fue haciéndose progresivamente más maniquea.
Tras una temporada desaparecido, el autor publicaba Escenas de un matrimonio inminente, un tebeito con un estilo muy de tira de prensa humorística en el que, más sincero y en primera persona que nunca, contaba las semanas previas a su boda. En él, Adrian Tomine abordaba abiertamente sus dificultades creativas y su pérdida de estatus como autor. No está claro si fue causa o efecto, el caso es que esta pequeña obra supone un punto de inflexión, que culmina con la publicación de Intrusos.
Intrusos es, de nuevo, una recopilación de historias publicadas originariamente en Optic Nerve. La fidelidad del autor al formato de comic book de grapa como vehículo inicial es tan enternecedora como desconcertante, habida cuenta del poco sentido que tiene hoy en día para el público que lee o podría interesarse por él. Las seis historias recogidas en Intrusos son pura denominación de origen Tomine pero, a su vez, concretan una evolución en diversos aspectos a la que el autor, probablemente, se había resistido durante demasiado tiempo. Quizás la diferencia más llamativa sea su decidida apuesta por explorar una diversidad de formatos gráficos, algo con lo que el autor ya había coqueteado anteriormente, pero nunca de manera tan decidida. Así, en «Una breve historia del arte conocido como hortiescultura» o «Vamos, búhos», Adrian Tomine trabaja un estilo a mitad de camino de su clásico y estilo y el trazo más juguetón y cartoon de Escenas de un matrimonio inminente. Se entrega a si mismo de manera total en «Amber Sweet», quizás el relato más línea Optic Nerve de toda la obra, y prueba a narrar sin diálogos en Traducido del japonés o a homenajear todo lo literalmente que puede a Tatsumi en «Intrusos».
A lo largo de las páginas de Intrusos se puede leer entre líneas cómo el autor ha dejado atrás su tradicional indolencia para, de manera consciente o no, aprovechar el que quizás era su último tren para ser recordado como un autor verdaderamente significativo. Llámenlo madurez -es un recurso fácil, lo sé- o vergüenza torera. La realidad es que, más allá de la observación distante, hay destellos de ternura y compasión a lo largo de este nuevo catálogo de fracasados, gente rota e inadaptados sociales. Reflejado en cierto modo en sus semblanzas de padres de familia, jóvenes estudiantes o parejas en un viaje sin retorno hacia el vacío vital más absoluto en que consiste la vida moderna, Tomine confiesa. Con sus historias plagadas de personajes que agachan el hocico ante una vida implacable, un día a día por el que deambulan de rodillas y cabizbajos, parece revelarse en cada página como alguien que admite abiertamente su rendición incondicional a la madurez, la cotidianeidad y la vida. Ha desaparecido el tenaz miedo a crecer y ser uno más, ese motor que ha impulsado a un Tomine a lo largo de toda una obra trufada de intentos por poner distancia a esa vida normal enseñándonos su lado más amargo. El Adrian Tomine de Intrusos, casado, con canas y que prefiere pasar los sábados por la noche viendo Netflix en casa con su doñita sigue siendo un severo juez , un dios terrible con sus creaciones de papel y tinta. Los años, sin embargo, le han dotado de una empatía y misericordia que convierten a Intrusos en una obra notable. Bienvenido, Adrian.
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