Reseña de Starlight, de Mark Millar y Goran Parlov

Para hablar de Starlight, se antoja imprescindible hablar también de Mark Millar. Y lo es porque, más allá de haber ideado y guionizado esta obra, hablamos de una figura tan peculiar como importante para entender el momento que vive el cómic estadounidense desde hace unos años.

Para algunos, Millar hace tiempo que convirtió sus cómics en poco más que un paso intermedio entre una idea para una película y la propia película, una suerte de storyboard con esteroides. Tras ver cómo Kick-Ass, Kingsman o Wanted han sido llevadas a la gran pantalla, muchos son los que piensan que el escocés crea cómics pensando más en una posible (y lucrativa) adaptación cinematográfica que otra cosa.

Sin embargo, sería injusto obviar el talento del autor para facturar obras entretenidas cargadas de acción trepidante y conceptos, si no originales, al menos muy bien ejecutados. Como responsable de The Ultimates o Civil War, Millar ha ayudado y ayuda a forjar el exitoso universo cinematográfico Marvel, y obras como The Authority o la reciente El Legado de Jupiter no son, precisamente, el trabajo de un afortunado oportunista.

En Starlight, Millar vuelve a utilizar como punto de partida un recurso que sabe trabajar extremadamente bien, como es el contraste extremo entre una cotidianeidad a menudo insulsa y una cara B extremadamente fantástica. Si en Kick-Ass convertía a un prototípico adolescente en improvisado superhéroe de barrio y en El Legado de Júpiter procura que una familia superpoderosa intente llevar una vida normal, en Starlight se nos habla de la soledad de un héroe incomprendido.

Duke McQueen está jubilado. Su esposa ha muerto y sus hijos están demasiado ocupados para prestarle atención. Si añadiésemos un automóvil clásico y unos vecinos con problemas, podríamos estar hablando de Gran Torino. Sin embargo, McQueen, antiguo piloto militar, añade a su pérdida la pena de haber sido héroe salvador de un remoto y exótico planeta y que, de vuelta a casa, nadie le haya creído.

Los primeros compases de Starlight captan perfectamente el ambiente vital del personaje. Un arranque brillante que, sí, entronca directamente con esa cotidiana plomiza que pronto dará paso a la salvadora fantasía. Esa misma que tan bien supo reflejar cierto cine de los ochenta, películas como La historia interminable o La princesa prometida. Ambas, curiosamente, adaptaciones literarias.

El lado space opera de Starlight es puro Flash Gordon y Edgar Rice Burroughs, esa ciencia-ficción que se apoya más firmemente en lo segundo que en lo primero. Con su estética raygun gothic, espadas, lásers, bichos y villanos fans del boato. El dibujante croata Goran Parlov emite desde la misma frecuencia que el Moebius de Arzak, Esteban Maroto, el Elric de P. Craig Russell o el Corum de Mike Mignola. Parlov consigue solucionar de manera notable la transición entre lo mundano y lo exótico, algo que resultaba fundamental para que la historia funcione. Poseedor de una línea pulcra extremadamente evocadora y detallada, de la cual se beneficia ampliamente un muy apropiado trabajo de color, el dibujante se desenvuelve con eficiencia tanto en escenas de acción como de tensión dramática. Parlov encuentra el equilibrio justo entre el preciosismo del cómic de aventuras europeo y el espíritu dinámico de los tebeos de género que la editorial Image lleva acogiendo durante los últimos años.

Starlight es, no nos engañemos, una obra dominada por la nostalgia, tanto la que invade al personaje protagonista como la que destila el aire retrofuturista del espacio exterior que imagina el equipo creativo. Mark Millar elige conscientemente jugar a estimular la memoria del lector inventando un cuento espacial en el que casi todo recuerda a algo que ya hemos visto o leído antes y le otorga una estructura claramente exportable a la gran pantalla. También le pone en bandeja el papel protagonista a Bruce Willis, pero esa es otra historia. Pero, a la vez, consigue un tebeo que se disfeuta de principio a fin, entretenido, entrañable y con una excelente factura. Resulta que, a veces, sí se puede tener todo.

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